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Dos visiones de la agenda espacial


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Durante una semana de inmersión en Washington, como parte del programa de diplomacia, negocios y liderazgo espacial de Thunderbird, confirmé algo que ya se percibe desde la Tierra: la carrera espacial del siglo XXI ya no es entre naciones, sino entre visiones. Y hoy, las dos más influyentes son la china y la estadounidense.


Por un lado, China plantea una estrategia de largo plazo, centralizada y estatal, basada en infraestructura soberana y objetivos de permanencia. Por otro, Estados Unidos apuesta por un modelo más ágil, donde la disrupción tecnológica, la inversión privada y el pragmatismo político definen sus ciclos espaciales. Ambas rutas, aunque distintas, apuntan al mismo destino: liderar el futuro más allá de la atmósfera terrestre.


La agenda espacial de China está diseñada desde el poder central. Bajo el liderazgo del Partido Comunista y ejecutada por agencias estatales, su estrategia se articula en planes pluridecenales. La Administración Espacial Nacional China (CNSA) maneja un presupuesto civil cercano a los 11,000 millones de dólares para 2025, mientras que su inversión total en defensa asciende a 1.78 billones de yuanes —aproximadamente 249,000 millones de dólares— con un crecimiento anual del 7.2 %. Su programa insignia, Tiangong (“Palacio Celestial”), es el mejor ejemplo de cómo China construye primero plataformas permanentes antes de enviar tripulaciones. Entre 2021 y 2024, su misión Chang’e descubrió un nuevo mineral lunar —changsite— con potencial energético para futuras tecnologías de propulsión. Y lo más relevante: en 2021 firmó con Rusia un tratado para desarrollar la Estación Internacional de Investigación Lunar (ILRS), concebida como un marco de cooperación restringido a aliados estratégicos orientales.


Esta visión se integra con su política industrial Made in China 2025 y el proyecto civilizatorio China Dream 2049. Beijing no tiene prisa en llegar primero. Tiene planes para quedarse para siempre. Y en su lógica, antes de comprometer vidas humanas, debe dominar todas las fases críticas: infraestructura, minería, robótica, automatización.


Estados Unidos, en contraste, avanza desde otro paradigma. La agenda espacial varía con cada administración, pero la NASA —con un presupuesto que superará los 25,400 millones de dólares en 2025— ha optado por no construir una nueva estación estatal tras el fin de la ISS en 2030. En su lugar, impulsa un ecosistema orbital comercial: Axiom Station, Orbital Reef, Starlab, todas desarrolladas por consorcios privados como SpaceX, Blue Origin y Sierra Nevada. Esta visión prioriza la eficiencia del mercado, los contratos rápidos, la innovación disruptiva y los ciclos cortos de desarrollo.


En la superficie lunar, el programa Artemis promete llevar de regreso a la humanidad entre 2025 y 2026, bajo el marco de los Artemis Accords —firmados ya por 55 naciones— que establecen normas de transparencia, sostenibilidad y uso pacífico de recursos lunares. Mientras tanto, China avanza con sus misiones Chang’e, enfocadas en exploración robótica, mapeo y extracción de muestras. Una lógica distinta: Estados Unidos busca presencia humana y liderazgo simbólico; China, eficiencia automatizada y dominio estructural.


Este contraste se refleja incluso en los tratados: los Artemis Accords representan un modelo abierto y multilateral, mientras que el ILRS privilegia alianzas exclusivas. La Luna, más allá de ser un cuerpo celeste, se ha convertido en el nuevo territorio normativo del poder.


¿Quién ganará esta carrera?


A primera vista, el modelo chino parece invencible: dirección estatal, continuidad política, músculo financiero. Sin embargo, la historia de la innovación es clara: las ideas que transforman al mundo rara vez nacen en despachos burocráticos. Como recordaron los Nobel de Economía 2024, la libertad empresarial —la que permitió a Musk, Bezos o incluso a Einstein— es la chispa que enciende las revoluciones científicas.


Y eso lo saben bien en Europa, Corea o India. Colegas de agencias espaciales con los que compartí sesiones en Washington coinciden: el motor definitivo será la versatilidad del sector privado. Iteraciones rápidas, riesgo calculado, capital semilla y una nueva generación de startups cuánticas, de inteligencia artificial y manufactura orbital están reconfigurando el tablero.


La división que viene no será solo geopolítica. Será también industrial, tecnológica y normativa. China y Estados Unidos están construyendo bloques paralelos en la órbita baja y en la superficie lunar. El mundo, inevitablemente, tendrá que elegir: ¿apostar por la estabilidad de una infraestructura estatal planificada a 30 años, o por la agilidad impredecible de un ecosistema empresarial que innova a velocidad de vértigo?


En esa encrucijada, tal vez la solución no sea elegir uno u otro modelo, sino combinarlos. El futuro de la civilización fuera del planeta dependerá de nuestra capacidad para diseñar una cooperación híbrida, donde el Estado asegure permanencia y soberanía, y el mercado disrumpa, reinvente y acelere.


La verdadera conquista del espacio no es llegar primero. Es llegar juntos, de forma inteligente, sostenible… y humana.

 
 
 

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