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El mundo de los conectados y los desconectados.


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En cada cambio de era, la humanidad parece dividirse en dos. No es un fenómeno nuevo. Cuando las ciudades surgieron, emergió la tensión entre quienes habitaban lo urbano y quienes permanecían en lo rural. Cuando llegó la imprenta, aparecieron quienes podían leer el mundo escrito y quienes quedaron atrapados en el silencio de la oralidad. Con la industrialización, unos se subieron a las máquinas y otros quedaron a la orilla de los talleres. Y en la revolución digital, se abrió un abismo entre quienes se integraron a la red y quienes permanecieron en lo análogo. Lo que observamos es que cada revolución tecnológica o cultural no solo transforma instituciones, sino que produce dos humanidades paralelas que conviven en el mismo espacio y tiempo, pero desde realidades completamente distintas.


Manuel Castells, en su estudio de la “sociedad red”, describe cómo las nuevas infraestructuras no son neutras: generan nodos de conexión que reconfiguran el poder y dejan fuera a quienes no acceden a ellos. Zygmunt Bauman, al hablar de la modernidad líquida, advierte que los que no logran adaptarse a la fluidez del mundo quedan atrapados en un terreno movedizo que ya no les pertenece. Y Rosi Braidotti, desde el post humanismo, nos invita a entender que en la actualidad la frontera no es entre humanos y máquinas, sino entre quienes integran lo humano con lo tecnológico, lo ecológico y lo espiritual, y quienes permanecen encerrados en la ficción de la separación.


Hoy atravesamos un nuevo umbral. No se trata únicamente de lo digital y lo análogo, ni de lo urbano y lo rural. El gran quiebre contemporáneo es entre conectados y desconectados. No me refiero a la conexión a internet, sino a una conexión más profunda: la espiritualidad, la empatía, la relación con la naturaleza y con las demás especies. En ausencia de instituciones religiosas globales capaces de ofrecer un marco común, los seres humanos buscan experiencias espirituales por todas partes. Algunos lo hacen de forma auténtica, profunda, expandiendo su conciencia y su humanidad; otros lo buscan en versiones desvirtuadas, rápidas y superficiales. Pero en ambos casos, el impulso es el mismo: reconectar con algo que trascienda la inmediatez de lo cotidiano.


Este fenómeno crea un nuevo mapa social. En nuestras ciudades encontramos al mismo tiempo a quienes se ejercitan en prácticas espirituales, de meditación, de autoconciencia, y junto a ellos a quienes viven desconectados de la empatía, la naturaleza o incluso de sí mismos. Esa coexistencia de humanidades paralelas genera caos. En una misma empresa conviven directivos que piensan en términos de propósito y bienestar integral con otros que siguen operando desde el control y la desconfianza. En un mismo gobierno encontramos funcionarios que intentan replantear su labor como servicio regenerativo y otros que permanecen atrapados en la lógica extractiva de siempre. Es la fricción entre quienes están atravesando una evolución espiritual y quienes están anclados en la desconexión.


El post humanismo sugiere que lo que está en juego no es simplemente el futuro de los humanos, sino la forma en que nos relacionamos con todo lo que no es humano: los animales, el medio ambiente, las máquinas. Y desde esa perspectiva, la división entre conectados y desconectados se vuelve decisiva. Los conectados son quienes entienden que ya no somos un centro aislado, sino parte de un entramado vivo. Los desconectados son quienes insisten en ver al mundo como recurso inerte, disponible para la explotación. Esa división explica gran parte de la ansiedad contemporánea: porque estamos intentando convivir dos humanidades en paralelo, en las mismas ciudades, en los mismos espacios laborales, incluso en las mismas familias.


La historia sugiere que en cada revolución uno de los grupos termina imponiendo la narrativa de la época. La pregunta es cuál de las dos humanidades prevalecerá ahora: la que concibe la vida como conexión, empatía y expansión, o la que permanece en la desconexión. La respuesta definirá no solo el rumbo de nuestras instituciones, sino la calidad de nuestra propia experiencia de ser humanos en el siglo XXI.

 
 
 

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