La arquitectura del relato: la construcción social de las instituciones.
- Emilia Rico
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Huelga decir que lo que estoy a punto de describir no tiene existencia real. [...]
Yo no es más que un término útil para referirse a alguien que no existe.
Virginia Woolf

Las instituciones están hechas de palabras, símbolos y acuerdos colectivos. A lo largo de la historia les hemos dado forma pero no existen fuera del relato que las sostiene, de las ideas que las crean. El Estado no es infraestructura ni fuerza militar, es la legitimidad que le atribuimos. El dinero no compra nada por ser papel, sino porque hemos aprendido a vivir bajo el acuerdo de que representa valor. La ciudadanía no es un pasaporte, sino el consenso colectivo sobre los límites de pertenencia.
La psicología social, desarrollada a principios del siglo XX en Estados Unidos, nos recuerda que las realidades e instituciones, aunque parecen sólidas, están hechas de lenguaje y narración. Peter Berger y Thomas Luckmann (1966) lo señalaron con claridad: la realidad social es una construcción. Y en Norteamérica tenemos ejemplos palpables. La Constitución de Estados Unidos, escrita en 1787, sigue funcionando como una “Biblia civil”: más que un texto jurídico, se convirtió en un mito fundacional que dos siglos después, permanece vigente no por su letra, sino por el relato.
Erving Goffman (1959) comparó la vida social con un escenario teatral. El poder se representa, se actúa, se viste. Un juez de la Suprema Corte de Estados Unidos con toga y mazo personifica la solemnidad y sentimiento de la justicia. En México cada 15 de septiembre, el presidente grita “¡Viva México!” desde el balcón presidencial: un ritual que actualiza la nación y da sentido de pertenencia. En Canadá, el parlamento todavía abre sesiones parlamentarias con símbolos monárquicos constitucionales que recuerdan la herencia colonial.
El teatro institucional funciona porque todos participamos en la obra. Si un día dejáramos de actuar, esta perspectiva dramaturga se derrumbaría. Al final, no existe un “true self” aislado de lo social, somos más bien un repertorio de papeles situados en conjunto. Nuestra identidad no es un núcleo fijo, sino la suma de los roles que desempeñamos en cada escenario y cada país.
Ahora bien, si las instituciones son relatos colectivos, también podemos reescribirlas. La agencia es la capacidad de actuar para influenciar, de moldear el entorno social e incluso de transformar sistemas. En Norteamérica abundan ejemplos de cómo los movimientos sociales han reconfigurado conceptos centrales de la vida pública.
En México, el feminismo no sólo ha exigido derechos, sino que ha redefinido el significado mismo de justicia. Se han reconocido delitos como el feminicidio, abriendo camino a marcos legales que buscan proteger a las víctimas y visibilizar la violencia estructural de género. En Estados Unidos, el movimiento Black Lives Matter cambió los límites del concepto de seguridad e inclusión, empoderando la justicia racial. En Canadá, las First Nations reabrieron el debate sobre territorio y soberanía indígena, recordando que antes del Estado existían otras formas de orden político y actualmente, visibilizan sus propias formas de gobernanza comunitaria de manera civilizada y en coordinación con el orden político.
El poder no es solo coerción; es relato. Las instituciones funcionan porque contamos historias convincentes y las creemos colectivamente. El Stanford Prison Experiment de 1971 lo mostró con claridad: estudiantes de la Universidad, al asumir roles de guardias y prisioneros, reprodujeron dinámicas extremas de poder al tomar severamente su rol en el experimento social. La narrativa institucional fue más fuerte que su moral individual y el estudio fue cancelado a los seis días.
A partir de lo anterior, el Dr. Zimbardo, psicólogo e investigador del comportamiento estadounidense, no solo se convirtió en referente de la psicología social, sino que abrió debate sobre cómo los contextos institucionales moldean la conducta. Sus conclusiones derivaron en debates éticos más rigurosos para la investigación en ciencias sociales y en la creación de comités de revisión institucional que hoy regulan los experimentos con seres humanos. Además, sus hallazgos se han usado para explicar fenómenos reales de abuso de poder, como los ocurridos en cárceles o en contextos militares, y para reflexionar sobre cómo el diseño de las instituciones puede prevenir dinámicas autoritarias.
Las instituciones no son muros inamovibles, son puertas simbólicas que podemos volver a pintar. Norteamérica es una región con talento para narrar y reinventar sus instituciones. La fuerza de la región está en su capacidad de transformar conceptos y valores en instituciones favorables, símbolos en realidades y relatos en futuro con propósito. El poder no es un destino fijo, sino una construcción colectiva en permanente reinvención.
Bibliografía:
Berger, P. L., & Luckmann, T. (1966). The social construction of reality: A treatise in the sociology of knowledge. London: Penguin Books.
Goffman, E. (1959). The presentation of self in everyday life. Garden City, NY: Doubleday.
Zimbardo, P. G. (2007). The Lucifer effect: Understanding how good people turn evil. New York: Random House. (para el Stanford Prison Experiment y reflexiones posteriores)